Señor Presidente,
Señoras y caballeros:
La Directiva de La Sección de Historia y Geografía del Ateneo Nacional de Ciencias y Artes de México, al organizar un ciclo de conferencias sobre temas históricos referentes a episodios y personajes de la vida colonial de los países centroamericanos y de la Antillas, ha querido en lo relativo a Nicaragua, que fuese yo el escogido para tan ímproba tarea.
No he podido eludir este honor viniendo de tan ilustre Asamblea, a pesar de que reconozco mis pocas capacidades, pero los señores del Ateneo, al señalarme con tanta gentileza para cumplir este encargo, seguramente no han visto en mí sino al representante de la nación nicaragüense, que ha de suplir con buena voluntad y amor por la tierra nativa su falta de erudición.
Modestamente reconozco que el nombre de mi patria no es suficientemente conocido en el mundo y que muy poco quizá interese a este auditorio benévolo saber lo que ocurrió, siglos atrás en la Tierra de Lagos, donde sin embargo, posaron sus plantas Cristóbal Colón, Américo Vespucio, Horacio Nelson, Guissepe Garibaldi y vino a la vida Rubén Darío, el hijo glorioso de Nicaragua.
Al leeros este pequeño trabajo, voy a empeñarme a perfilar dos episodios históricos ocurridos hace más de ciento cincuenta años, en tierra centroamericana, procurando mostraros hechos reales ante que frases brillantes y literatura imaginativa. Mas, para llenar mi cometido, quiero solicitar la benévola indulgencia de mi ilustrado auditorio.
DOS EPISODIOS DE LA VIDA COLONIAL NICARAGÜENSE
Para que mi narración sea inteligible y poder rodear los hechos de que voy a ocuparme con el colorido que dan el lugar y el tiempo en que se realizaron, voy a permitirme, a modo de preámbulo, hacer algunas explicaciones que identifiquen el territorio colonial en se desarrollaron los sucesos.
Nicaragua es una antigua provincia del Reino de Guatemala, que tomó después de la Independencia, Proclamada el 15 de septiembre de 1821, el nombre de Estado de Nicaragua. Desde 1838 se ha denominado Republica de Nicaragua y geográficamente ocupa la parte media de la América Central. Está limitada al Norte: por Honduras; al Sur, por Costa Rica y el Océano Pacífico; al Este por el Mar Caribe y al Oeste también por el Pacífico.
Tiene una superficie de 150,000 kilómetros cuadrados y una población de un millón de habitantes.
Su lengua, su religión, sus costumbres, son similares a las que tienen las antiguas colonias españolas.
La geografía física de Nicaragua es pintoresca y singular, porque une a sus extensos y feraces territorios, majestuosos lagos e importantes arterias fluviales que ponen en comunicación a las costas del Pacífico con las del Atlántico.
El estrecho que separa las aguas del Gran Lago de Nicaragua con las del Mar del Sur es apenas de 18 millas y el rió de San Juan o Desaguadero, como fue llamado en otro tiempo, pone en comunicación con el Atlántico las aguas de aquel reservorio, es una longitud de 120 millas y atravesando selvas vírgenes y bosques bellísimos desemboca en la rada, donde toma asiento el puerto de San Juan del Norte.
Para el viajero es sumamente interesante contemplar la larga cadena de volcanes que corre paralela a la costa del Pacífico y que es precisamente donde esta condensada la mayoría de la población.
El Gran Lago de Nicaragua, sembrado de islas y de volcanes, comprende una superficie de 96 millas de largo por 40 de ancho y presenta en forma oval una superficie de 2,000 millas cuadradas, donde podría caber la isla de Puerto Rico.
En la ribera occidental de este mar dulce, como también llamaron al Gran Lago los españoles de la Conquista, se levanta la cuidad de Granada, que fue en un tiempo el centro comercial más importante de las colonias del istmo.
Navíos mercantes llegados del Atlántico penetraban por el rió San Juan y el Gran Lago hasta el corazón de la provincia, en la cual Granada era la bodega nacional.
España, en opinión de Robertson, había cerrado las puertas de sus colonias a todas las naciones y dentro del mayor celo y egoísmo y los procedimientos menos recomendables hacia la administración de todas las posesiones de América, cuyo objetivo era la explotación inmisericorde de sus habitantes, tarea que aparejaba indirectamente su destrucción.
En tales condiciones se despertó entre los marinos de diversas nacionalidades la codicia y el deseo de aventuras, y corriendo éstos al azar de los mares, atacaban a los barcos españoles y a las embrionarias colonias fundadas por los castellanos en las riberas de ambos océanos.
Esos ladrones de mar, piratas o aventureros de alto bordo, tripulaban embarcaciones armadas en corso, ya fuera por cuenta propia o de las naciones en guerra con España. Se dedicaban a asaltar navíos y puertos cobrando rescate por los prisioneros.
A mediados del siglo XVI, los mares americanos del Atlántico eran infestados por piratas ingleses, franceses y holandeses, y se volvía peligroso el comercio entre las colonias.
El comercio de Nicaragua se hacía en aquel entonces por San Juan del Norte y las embarcaciones, recelosas de lo que les podía acontecer, bajando por el rió y una vez que llegaban a la barra y exploraban los contornos del puerto, se lanzaban presurosas con dirección a Cartagena de Indias.
Para el comercio con España, de miedo a los corsarios, se estableció que de Veracruz y Cartagena saliesen periódicamente a la península naves mercantes cuyo convoy fuese custodiado por barcos de guerra.
Esto obstante, los piratas visitaban de tiempo en tiempo el interior de Nicaragua, empleando la vía del San Juan y del Gran Lago, para penetrar en las poblaciones indefensas, donde saqueaban e incendiaban despiadadamente sin ningún temor.
Los habitantes de Nicaragua, sintiéndose inseguros sin garantías, expuestos al vandalismo y a la barbarie de aquellos visitantes importunos, elevaron quejas a las autoridades superiores del reino, algunas de las cuales fueron conocidos de la Corte española.
Se pensó entonces en construir fuertes puesto que los obstáculos naturales no bastaban a contener las incursiones piráticas, y vinieron peninsulares técnicos y se levantaron, primero, el Fuerte de San Carlos, colocado frente a la boca por donde se precipitaba las aguas del lago sobre el río y luego la fortaleza del Castillo de la Concepción, a orillas del raudal de Santa cruz, en dirección a la desembocadura. Los planos de esta obra se deben al general Escobedo y su construcción a don Pablo Loyola, quien la concluyó en 1675.
Mientras los piratas amagaban o castigaban las colonias, los peninsulares continuaban tranquilamente la explotación de los indios en nombre de su Majestad Católica.
Evidentemente, los corsarios de los siglos XVII y XVII, no solamente perseguían el botín, sino que palmariamente manifestaban el deseo de romper las cadenas que aislaban a la América Hispana del resto de mundo, y cuando se supo en Nicaragua ofrecía, además de sus riquezas naturales, un camino factible para unir los dos océanos, la codicia inglesa se despertó y fueron muchas las tentativas que la Gran Bretaña hizo por apoderarse de la ruta interoceánica o de los territorios adyacentes.
Los ingleses, aprovechando el descuido de las colonias, establecieron cortes de madera en el litoral atlántico de Nicaragua, a fines del siglo XVII, Así como decidieron la intromisión en la Costa Mosquitia, dando pie para que en 1701 Inglaterra alegara propiedad de ese territorio.
No retrocedieron los súbditos británicos en su propósito de dominación y unas veces encabezando hordas de zambos mosquitos y otras alentando las expediciones piráticas, quisieron todo o parte de Nicaragua del Reino de Guatemala y de la Corona de España.
Pero no conformándose con esos medios, que pudiéramos llamar indirectos, los ingleses apelaron a mejores armas y en 1740 fue enviado a Bluefields, por el gobernador de Jamaica, un súbdito inglés llamado Roberto Hodgson, quien, puesto en connivencia con los principales mosquitos de la localidad, izó la bandera inglesa y tomó posesión del territorio en nombre de su Soberano, recibiendo de Jamaica, cuatro años después, el título de superintendente.
A pesar de todo, los ingleses habían tomado posesión del puerto de San Juan del Norte, donde se establecieron y fortificaron, pero restablecidas la paz entre Inglaterra y España, mediante el Tratado de Aquisgrán, volvió poco tiempo después dicho puerto a poder de España.
A pesar de todo, los ingleses continuaron fomentado el comercio en las costas del Mar Caribe y el contrabando era moneda corriente en las posesiones españolas, hechos que eran tanto más fáciles de practicar cuanto que todos los indios, mosquitos que favorecían las pretensiones de Inglaterra, se prestaban a las maquinaciones que tuviesen por objeto perturbar la paz y aumentar el poderío inglés.
Así las cosas, el gobierno de la isla de Jamaica, por orden del gobierno inglés, preparó una expedición cuyo fin principal era apoderarse de las fortalezas del río San Juan, atravesar el Gran Lago, capturar la ciudad de Granada y comunicarse con el Pacífico. De esta manera el gobierno de la Gran Bretaña quedaba dueño de una ruta interoceánica, o por lo menos, causaba serios daños a las colonias españolas, cortándolas casi por el centro a muy poco costo.
Por el año de 1762, era comandante de “El Castillo de la Concepción” el señor don Pedro Herrera a cuyo honor y vigilancia se había confiado aquella fortaleza que podría llamarse la llave de penetración a Nicaragua. Tenía bajo su mando unas pocas docenas de soldados con un sargento como jefe inmediato y las amenazas constantes de los piratas y aun de fuerzas regulares de Inglaterra, obligaba a los de “El Castillo” a mantener atalayas en una de las islas del río, a poco distancia de la fortaleza. De improviso presentáronse los invasores, que esta vez eran ingleses, amenazando “El Castillo” y pidiendo las llaves para tomar pacífica posesión del fuerte, y entonces, en la bruma de una mañana tropical, ante el umbrío boscaje de aquella tierra virgen y el rumoroso correr de las aguas del San Juan, apretujadas en el raudal vecino, se desarrolló un drama, heroico y trascendente, que hizo el prodigio de hacer triunfar el patriotismo, encarnado en una segunda doncella de Orleans y a quien su progenitor había infiltrado el soplo divino del amor patrio.
Los ingleses habían logrado capturar uno de los centinelas apostados sobre el rió y este pobre hombre, bajo la amenaza, informó todo lo relativo al Castillo, inclusive la gravedad y muerte del comandante Herrera, ocurrida aquel día.
Ya el sargento se disponía a entregar las llaves y la guarnición a los emisarios ingleses, cuando la hija del Castellano se apareció rígida, con los ojos desorbitados, el cabello suelto, el vestido en desorden, emocionada y llena de sublime arrogancia. Dirigiéndose al sargento y a los le acompañaba, les increpó airada, llamándoles cobardes y traidores y enfurecida, tomando aliento ante el cadáver de su padre rechazó el pedimento y se negó a sufrir el ultraje del heraldo inglés.
Aquella muchacha de 19 años, algunas horas antes había recogido de su padre moribundo sus últimos votos y a quien habría prometido mantener incólume el honor de la familia, se aprestó a tomar la dirección de la fortaleza y tan luego como los ingleses hicieron un fuego escaramuza, con la cual pensaba ellos amedrentar a nuestra heroína, ésta, tomando ella misma el bota-fuego y apuntando en dirección al río empezó a disparar los cañones y con tan feliz resultado, que al tercer disparo hizo blanco en una balandra que fue hundida, muriendo el comandante inglés.
Aquella muchacha de 19 años, que algunas horas había recogido de su padre moribundo sus últimos votos y a quien había prometido mantener incólume el honor de la familia, se aprestó a tomar la dirección de la fortaleza y tan luego como los ingleses hicieron un fuego de escaramuza, con lo cual pensaban ellos amedrentar a nuestra heroína, ésta, tomando ella misma el bota-fuego y apuntando en dirección al río, empezó a disparar los cañones y con tan feliz resultado, que al tercer disparo hizo blanco en una balandra que fue hundido muriendo el comandante inglés.
Este accidente equivalía para los ingleses a un descalabro y aunque pasaron el día haciendo fuego sobre “El Castillo”, se le cortó el ímpetu y suspendieron el ataque. En la noche, con el fin de iluminar las posiciones enemigas, la señorita Rafael Herrera Mora, que así se llamaba la improvisada capitana, dispuso que sobre las ramas secas se colocara sábanas empapadas de alcohol, las cuales encendidas se deslizaron sobre el río causando temor a los supersticiosos ingleses que, pensando que se trataba del famoso fuego griego, se pusieron a buen recaudo.
La señorita Herrera, educada en la religión del deber y del honor, acostumbrada a los ejercicios varoniles y familiarizada con el humo de la pólvora, estaban preparada para asumir aquel gesto heroico en un momento en que se jugaba la vida propia y de la nación, que había confiado en don Pedro Herrera sus destinos.
Al día siguiente de aquel ataque, los ingleses se presentaron de nuevo, pero lo hicieron débilmente, recibiendo siempre disparos certeros de “El Castillo” de tal manera que al tercer día se retiraron, dejando algunos muertos, varias embarcaciones averiadas y algunos útiles, agregando a esto una corona de Laurel para la heroína nicaragüense, doña Rafael Herrera.
Es por demás decir el regocijo que esta acción de armas causó en Granada y en todo el reino de Guatemala. Nuestra muchacha, a imitación de Juana de Arco, había vencido la formidable expedición de los ingleses, preparada con todo esmero por el gobernador de Jamaica.
El gobierno español, tardío siempre, expidió, 19 años después, una real cédula, otorgando a doña Rafaela Herrera una pensión vitalicia en premio de la defensa heroica que hizo de “El Castillo de la Concepción,” el año de 1762.
En la sociedad nicaragüense, los descendientes de aquella muchacha sublime, han visto con orgullo renacer nuevos héroes.
El fracaso de 1762, sufrido por los ingleses en la expedición organizada para tomar los fuertes del río San Juan, no hizo cejar al gobierno británico en su intento de apoderarse del territorio nicaragüense.
El relato de las expediciones piráticas ponderando la importancia estratégica de aquella ruta interoceánica, así como las descripciones que hiciera el misionero Tomás Gage, que llamó a Nicaragua el “Paraíso de Mahoma,” en el libro que publicó después de doce años de estudiar su territorio, avivaba cada vez más la codiciosa ambición del gobierno de Londres, que hacía eco en su colonia de Jamaica, donde los gobernadores interpretaban y ejecutaban los deseos de la Metrópoli
No tardó en ser nombrado gobernador de la isla antillana el general John Dalling, hombre audaz y emprendedor, que resumía en su persona las virtudes imperialistas de su patria y después de hacer levantar planos del lago y territorio de Nicaragua por los ingenieros militares Hodgson y Lee, que hicieron acopio de datos, dio principios a organizar y formalizar una fuerte expedición armada, contra aquella codiciada provincia del Reino de Guatemala. Ejercía las funciones de Ministro de Guerra de Inglaterra Lord George Germain, a quien se remitieron los planos y trabajos preparatorios para que desde Londres saliera la organización con sus menores detalles, indicando esto que no querían exponer el éxito como en la expedición anterior.
El gobernador de Jamaica, que era uno de los más activos promotores de la empresa y a quien señaló el gobierno inglés para dirigir y preparar la expedición, aprestó una escuadrilla con los elementos necesarios en aquella época, para llevar a cabo los fines que se proponían. Durante el año de 1780, cuando ya las amenazas del conde d’ Estaing, jefe de la armada francesa, había cesado sobre Jamaica, la expedición inglesa se puso en pie, confiando el mando naval al joven oficial Horacio Nelson. Tenía entonces 22 años. Jefe de las fuerzas militares expedicionarias fue nombrado el coronel J. Polson, del 60 Regimiento. Este se presentó en San Juan del Norte el 28 de marzo de 1780, llevando bajo sus órdenes 600 soldados ingleses, cuatrocientos Zambos-mosquitos, 7 barcos de guerra, 50 piraguas y numerosos botes planos o chatos listos para remontar el río.
Desde la llegada a San Juan del Norte, tropezaron los ingleses con la dificultad de atravesar la barra, pero el joven Nelson, que tenía el mando, venció los obstáculos y con las piraguas y botes se lanzó río arriba, tomando las más pequeñas precauciones. Navegó por muchas millas, retomando las aguas del San Juan y ya cerca de “El Castillo”, al llegar a la Isla de Bartola (Bartolomeus, de los ingleses), Nelson desembarcó sus tropas al favor de una espesa neblina y trabó combate con un pequeño retén que servía de atalaya. Esto sucedió el 9 de abril de 1780. La pelea duró por espacio de tres horas y los defensores de la isla lograron hundir dos botes enemigos con 60 hombres de los que intentaban asaltar las trincheras construidas en aquellos parajes. Mientras tanto, 200 ingleses de la columna de Nelson, haciendo un rodeo, desembarcaron por la retaguardia de los defensores y atacándoles con ímpetu, los destruyeron, salvándose únicamente un sargento español con cuatro de sus hombres, que lograron escaparse en un cayuco o bote rústico y en el cual se transportaron a “El Castillo” dando aviso de lo sucedido.
Era Capitán General de la Provincia don Matías Gálvez, que residía en Granada y Comandante de “El Castillo,” don Juan de Ayssa.
Penetrado de la grave situación que se le presentaba, el Comandante Ayssa pidió auxilios urgentes a Granada y para mejor convencer al gobernador, despachó a su señora a guíen así alejaba del peligro y llevaba la misión de urgir el envió de refuerzos para la defensa de la fortaleza.
Aunque informado el general Gálvez de la calidad y cantidad de los enemigos no dio providencia para proteger “El Castillo” y entonces el Comandante de Ayssa, abandono a sus propias fuerzas, hizo acopio de víveres y de agua, mandó quemar un pequeño fuerte que existía en una loma inmediata, por no tener tropas para cubrirlo y quemó también todos los almacenes viviendas, cocinas y cuarteles próximos a “El Castillo,” a fin de quitar cualquier refugio a los invasores.
Nelson con sus tropas, no se había dado mucha prisa en acelerar la marcha sobre “El Castillo,” porque el futuro rey de los mares le habían ocurrido algunos accidentes en la Isla de Bartola.
Efectivamente, no fue en Calví ni en Bastia, como han dicho varios de sus biógrafos, que Nelson recibió en el ojo derecho una lesión que se lo hizo perder, sino en aquella isla desierta del río San Juan y en una contienda con soldados nicaragüense. Allí mismo, el héroe de Trafalgar dejó sus zapatos en el lodo y refiere Wilkinson que durante el sitio que acordó establecer a la fortaleza de “El Castillo,” situada 16 millas arriba de la Isla Bartola, el propio Nelson dormía al aire libre en una hamaca colgada entre los árboles. Una noche le despertó un reptil venenoso que le corría por la cara. Se incorporó precipitadamente, levantó la sábana y cuál no fue su sorpresa al encontrar una serpiente enroscada a sus pies. En otra ocasión él y otros varios, apagaron la sed en un manantial que después descubrieron que había sido envenenado, al parecer, por la misma raíz con que los indios impregnaban sus flechas. Como consecuencias de esa bebida todos cayeron enfermos y Nelson no pudo sustraerse a los efectos tóxicos.
Estos episodios fueron recogidos por Clarke y Mac Arthur, de boca del príncipe Guillermo, que fue amigo y admirador de Nelson y quien recalcó mucho en sus memorias que “a esos sucesos debió el Gran Almirante los muchos quebrantos de su salud.
Las fuerzas sitiadoras de “El Castillo” principiaron su tarea el 11 de abril y aunque los cañones de la fortaleza respondieron con éxito en muchas ocasiones los ingleses reponían sus baterías y lanzaban con profusión balas y metralla, que lentamente minaron la moral del ejército sitiado, logrando causar serios daños en la torre y los muros del fuerte.
En “El Castillo” todo se agotaba: los víveres, las municiones, el agua y la voluntad de los combatientes y mientras tanto, los auxilios pedidos a Granada con tanta urgencia, nunca llegaban.
De esta suerte las tropas de Polson y de Nelson estrechaban cada vez más el círculo de fuego y plomo que circundaba la fortaleza y cuando ésta ya no pudo resistir porque le faltó a sus hombres el agua, se rindió el 24 de abril por capitulación, entregándose prisioneros don Juan de Ayssa y todos sus soldados.
La tardanza en realizar la captura de “El Castillo,” fue fatal para las tropas inglesas que por más de tres semanas habían permanecido a la intemperie, expuesta al sol y al agua, al piquete mortífero del zancudo, de los insectos venenosos, a la ingestión de aguas contaminadas, a los rigores del clima, a la cautelosa sorpresa de las serpientes y a la resistencia mal dirigida de los hombres que defendían la fortaleza con que se resguardaba la integridad de Nicaragua. De la columna Nelson, compuesta de 200 hombres, casi todos fueron atacados de fiebre y cuenta Pettigrew, en su libro “life of Nelson,” que solamente 10 se salvaron. Pero no solamente las fiebres asolaron las filas inglesas, sino que también la disentería fue un factor coadyuvante en el rechazo y exterminio de la expedición conquistadora.
El héroe nacional inglés, cuyo valor y estrategia se pusieron a prueba durante las operaciones militares y navales llevadas a cabo en el sitio de “El Castillo,” sabía compartir con sus tropas la escasa alimentación de que disponían, pero un día que vio la manera cómo hacían el caldo poniendo a hervir en agua la carne de los monos, sintió una profunda repugnancia y se negó a tomarlo.
Pero cuando ya la fortaleza estuvo en poder de los ingleses y los prisioneros embarcados en las goletas, se encontraron listos a zarpar para Jamaica. Nelson cayó gravemente enfermo atacado de disentería y fue preciso embarcarlo para las Antillas.
El Comandante de Ayssa y sus soldados, que iban como prisioneros de los ingleses, llegaron a San Juan del Norte, el 7 de mayo y fueron embarcados en el buque “Monarch,” que los debía llevar a Santiago de Cuba. Una serie de accidentes entre ellos las tempestades y la falta de alimentos, hizo morir algunos soldados, desde los primeros días y aunque ya estaban en marcha, regresaron a San Juan, donde permanecieron 51 días antes de continuar. El 6 de septiembre, estacionó el barco en Sabana la Mar (Cuba) y como se había declarado a bordo el escorbuto, la disentería y el hambre, más de 100 prisioneros pasaron a mejor vida. La permanencia del navío en aquel puerto permitió a los habitantes prestar auxilios a los moribundos, entre los cuales el Comandante de Ayssa, el teniente don Pedro Brizio, don Antonio Antonioti y el soldado Carlos Aguirre que quedaron en tierra y quienes, al mejorar, debían reunirse en Puerto Real con el buque que los llevaba y que continuaría su marcha. Este fue desecho por una tempestad antes de llegar a su destino, pereciendo sus tripulantes.
El Comandante Ayssa y compañeros, después de mil vicisitudes, lograron regresar a Nicaragua a principios de 1781 y el Gobierno español se dignó ascender a los sobrevivientes de aquella hecatombe.
Mientras tanto, el Capitán Nelson, entregado a los cuidados de Sir Peter Paker y de Lady Parker, mejoraba lentamente, hasta que pudo trasladarse a Europa, donde tardó mucho tiempo en convalecer. La permanencia en Nicaragua del futuro rey de los mares, puso en peligro, más de una vez, su vida y la imaginación, esa loca de la casa, vaga en los campos de la historia pensando si no habría ésta cambiado de frente con el fallecimiento prematuro del héroe de Trafalgar.
Dueños los ingleses de la fortaleza de “El Castillo,” continuaron la empresa, pero los indios mosquitos los habían abandonado debido a su natural inconstancia y al duro tratamiento que les daban, y entonces se vieron obligados a explorar por ellos mismos la zona comprendidas entre la fortaleza y el lago, poniendo a sus soldados como remeros en aquel clima tan desigual y peligroso para los europeos.
Todos los elementos, como en una resistencia patriótica, se confabulaban contra los ingleses: las lluvias, las fiebres palúdicas, la disentería, las serpientes, el agua, el clima y los alimentos, todos se oponían al avance inglés, diezmando las tropas con tranquila e implacable precisión.
A fines de 1789, el Coronel Polson, minado, perseguido tenazmente por las enfermedades, se retiró a San Juan del Norte, donde acampó con los restos de su ejército, pero las fiebres y la disentería continuaban su inclemente persecución.
Permanecieron algún tiempo las tropas inglesas en aquel puerto, pero viendo que no llegaban los refuerzos que esperaban de Inglaterra y que en la escuadrilla se había declarado la peste bubónica a su llegada a Jamaica, resolvió retirarse de Nicaragua a principios de enero de 1781, dejando, sin embargo en las ruinas de “El Castillo,” algunos enfermos que fueron recogidos por los defensores de San Carlos, fortaleza situada a orillas del lago, donde los curaron, guardándolos luego como prisioneros.
Así terminó aquella expedición célebre que reveló, una vez más el secular proyecto de Inglaterra de adueñarse de Nicaragua, dándonos a conocer las actividades y méritos personales de uno de los hombres más grandes que ha tenido la nación británica.
Como un epílogo a las numerosas tentativas de Inglaterra, que siempre tuvo la mirada fija en el Canal Interoceánico de Nicaragua para el cual debía aprovecharse del caudaloso río San Juan y del Gran Lago, voy a referirme a las actitudes que en pleno siglo XIX, pero ya cuando España no podía extendernos su débil protección, tuvo un Cónsul Inglés llamado Chatfield, quien se lanzó sobre Nicaragua por los años de 1840 y 1843, en actitud hostil y violenta, pretendiendo ejercer actos de dominio, ya en San del Norte, con el Rey Mosco y el Agente Patrick Walker, ya con los cañones de Granville G. Lock, apuntando sobre el Lago de Nicaragua.
Esas maniobras del Agente Consular Inglés fueron los prolegómenos para crear enseguida, por medio de súbditos de origen jamaicano, el remedo de monarquía que se llamó “La Reserva Mosquita,” colocada en el litoral atlántico de Nicaragua. Aquel gobierno ridículo, incrustado en el más bello girón de nuestro territorio nacional, fue barrido en 1894 por el gobierno nicaragüense, que presidía el general don José Santos Zelaya, con la colaboración amistosa del Gobierno de los Estados Unidos de América. Este hecho trascendental, y que es una hermosa realidad del patriotismo, fue sellado en 1905 por el Tratado Harrison—Altamirano, que puso fin al dominio inglés en las costas orientales de Nicaragua y canceló definitivamente las pretensiones británicas sobre la ruta canalera.
HILDEBRANDO A. CASTELLÓN
MINISTRO DE NICARAGUA
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