sábado, 11 de junio de 2016

Mi Película 1876– 1929 Aventuras de Mi vida Política De Puerto Cabezas a San Pedro

















Mi Película 1876 – 1929

Aventuras de Mi vida Política






H. A. Castellón

De Puerto Cabezas a San Pedro.














   Fue el 4 de enero por la tarde que después de haber obtenido el pasaporte donde el Comandante de Policía José María Zacarías y el permiso y visa correspondiente del Jefe Militar americano (....) nos embarcamos en Puerto Cabezas en una gaso-vela llamada Albert, el personal de la Cruz Roja, compuesto del Presidente, cuatro enfermeras, entre las cuales la Lucila Mayorga Delgado, amiga del General en Jefe Luis B. Sandoval y dos enfermeros, uno de los cuales el joven Jiménez de Rivas. 

   El Presidente Sacasa que me había puesto dificultades para ir a Prinzapolka o Río Grande donde debía juntarme con Moncada quedó desde el 23 de diciembre anterior, por el desembarque y desarme practicado por los americanos, sin poder efectivo y más bien en calidad de prisionero, por consiguiente, sin poder para obstaculizar mis propósitos. [1]

   La Cruz Roja que desde un principio surgió como una entidad independiente, formada por el concurso de nacionales y extranjeros, se vio libre en sus movimientos y no tuvo enfrente más que el Poder de los americanos. 

   Por fortuna entre los marinos yanques, como ocurre en los países civilizados, la Institución de la Cruz Roja tiene un gran prestigio moral y por todas partes encuentra apoyo y colaboración. De esta suerte, el permiso para trasladarme a las líneas de combate, donde había heridos y enfermos, me fue formalmente acordado y mi embarque fue inmediatamente decidido. 

   Pero aquel día 4, el Comando Americano, obedeciendo en esto instrucciones superiores, había resuelto entregar las armas y el parque confiscados el 23 de diciembre retro próximo, y las 50 cajas de tiros y los 200 rifles embargados habían sido depositados en el muelle en aquella mañana y tardaron mucho en ser transportados a la gasovela que debía conducirlos a Prinzapolka.

Sobre la gasovela “Albert”


   Serían las 11 de la noche, cuando la nave desprendiéndose de la bahía se encaminó entre tinieblas soplándole un viento huracanado que se mezclaba con lluvia, caminando rumbo al Sur.  Los pocos soldados  y algunos oficiales que me acompañaban se protegían los unos  en la calle y los otros sobre el puente, con las cubiertas de lona que tapaban las cajas de cartuchos o con sus capotes ahulados. La brisa era húmeda, pero a veces mezclada con lluvia se desataba como racha despiadada.   

   El movimiento combinado de aquel pequeño barco  que parecía un juguete entre el oleaje del mar embravecido me había causado mareo, pero tendido sobre cubierta y  arrebujado en mi capote recibía frases estimulantes de una de las enfermeras acostumbrada a los embates del Mar Caribe y de esta manera con el aire fresco y la posición horizontal se hacía tolerante la situación.   Nos amaneció siempre bordeando la Costa y contemplando entre la mar espumosa y rebelde los cayos e isletas que numerosos adornan al Litoral Atlántico.

   Durante el día nos llovió varias veces y aunque maltratados por una noche inclemente el espíritu en plena luz se tornó tranquilo y sereno como si la vista en extenso horizonte fuese suficiente para apartarnos o avisarnos del peligro.

   Por la tarde del 5 se nos dijo que estábamos frente a la Barra de Prinzapolka y pronto apareció a nuestros ojos un pequeño remolcador cuya proa subía y bajaba como en las diversiones de las montañas rusas, haciéndonos ver que un nuevo peligro nos amenazaba en el desembarque.

El movimiento de las aguas era tan fuerte que las dos embarcaciones no podían aparejarse para verificar el transbordo de la carga y pasajeros, y en estas dificultades empezó a dibujarse en el horizonte los signos de una nueva tempestad.  Con rapidez se cruzaron los      cables, se trasladaron las cajas de rifles y de cartuchos y los pasajeros más expertos se tiraban del puente de la gasovela a la cubierta del remolcador.  Ya mi equipaje y capote habían volado salvando el abismo, pero la distancia era muy grande entre las dos embarcaciones y no me sentía por razón del mareo y maltrato de la travesía en estado de hacer un salto acrobático.  De pronto se oyeron voces, una enfermera recogiéndose el vestido se lanzó resueltamente y  entrenado por aquella voluntad femenina yo también salté procurando caer sobre las maletas para amortiguar el golpe.  Pero mi asistente Jiménez que guardaba el estuche de cirugía no tuvo el mismo ímpetu y después de tener su equipaje en el remolcador tuvo que continuar en el bergantín que rápidamente se alejó para guarecerse en los cayos próximos ante la tempestad que amenazante se alzaba.

   El pequeño remolcador, atestado de cajas se disparó sobre la barra y cortando unas olas y mecido por otras pasó la reventazón que es el punto de colisión entre las aguas del mar y las del río, lugar peligroso donde con frecuencia se verifican los naufragios.

   Al entrar al río nos sentimos renacer y a poco de haber penetrado vimos los edificios de la Comandancia y del desembarcadero donde pronto pusimos pie.

   Caras amigas nos saludaron, los Espinoza, R Ubieta, García Bermúdez, Lacayo y otros, nos condujeron a una casa de dos pisos donde se alojaba Moncada. Después de un breve saludo, seco y sin entusiasmo, el Delegado del Ejecutivo y Ministro de la Guerra me indicó un cuarto contiguo donde podría hospedarme y una casa donde juntamente con él nos servirían los alimentos [2]  “Llegás en buena hora porque tal vez me vas a curar de esta calentura y esta tos que me quiere reventar los pulmones”. El General Moncada tenía en vías de desarrollo un fuerte ataque de influenza, con  tos seca y gemitosa, fiebre y quebranto general, la cual sin duda alguna la había adquirido en los días siguientes a la batalla de Laguna de Perlas donde la fatiga y larga permanencia en el Suampo lo habían predispuesto.  El tiempo lluvioso y húmedo de Prinzapolka y las condiciones especiales de su situación militar que le obligaban a olvidar  de su  persona para entrar en todos los detalles de la expedición que se proyectaba le empeoraban cada día y por las noches con la temperatura alta y la tos incesante no tenía momento de reposo.  En esas condiciones emprendí un tratamiento fuerte y sostenido con los medios de que disponíamos  y al tercer día se notó que mejoraba y que podría curarse con seis días más de asistencia. El éxito en condiciones normales habría tenido que ser seguro, pero se hacía preciso contar con circunstancias excepcionales. 

   El 7 de enero después de haber recibido el General Moncada información especial respecto a las operaciones que se llevaban a cabo en Río Grande y particularmente en la Región de San Pedro empezó a preocuparse,  pues una columna enemiga comandada por el General Baquedano amenazaba la Cruz y según toda probabilidad había librado combate contra las tropas revolucionarias de vanguardia situadas en San Pedro y Balitan.  Además ese mismo día, el General Messer, segundo Jefe militar y primero de las fuerzas de vanguardia llegaba a Prinzapolka con el pretexto de ir a conferenciar con el Dr. Sacasa en Puerto Cabezas, pero según noticias llegadas de la Cruz, el General Messer  presa del pánico que le causaban las medidas drásticas de los americanos en la Barra del Río Grande y la noticia abultada y tendenciosa de que un Ejército de 5000 hombres, de los cuales la columna Baquedano de 400 era la descubierta, se proponía bajar por el Río.  Algunos revolucionarios que decían conocer a Messer, desde en México, se adelantaron a asegurar que en previsión de la probable liquidación del Constitucionalismo, llegaba a Puerto Cabezas a reclamar su ración.  

   No era en realidad brillante la situación revolucionaria, pues a pesar del triunfo  de Laguna de Perlas, el bloqueo decretado por la marina americana para impedir el aprovisionamiento  del Ejército en  víveres y armas y la confiscación en la Barra de Río Grande de 1,800.000 cartuchos y 700 rifles indicaban el propósito del Gobierno Americano de aplastar la rebelión constitucionalista.[3] 

   El Gobierno de Puerto Cabezas después de desarme de 23 de diciembre, optó por la pasividad, constituyéndose en prisionero voluntario completamente seguro, en vez de  tomar una actitud bélica y  levantada pero  peligrosa en que hubiera jugado la partida con el Ejército.    En ese nuevo aspecto, en que abandonó el Ejército a su propia suerte, y ya no tuvo órdenes que impartir, el Gobierno de Sacasa dio el raro fenómeno de vivir segmentado, en forma nominal, gracias a un principio que todos defendíamos hasta aquel momento.  Natural era, pues, que Messer y todos los que como él descontaban el fracaso final se expusieran lo menos posible  y buscara la mayor ventaja en la liquidación. 

   Moncada comprendía la situación general, veía hasta con extraño gozo que ciertos elementos extranjeros  y aventureros  que en las revoluciones se reservan los mejores puestos sin dar positivos servicios, se alejaran del Ejército, pero su salud no le permitía echar manos de las reservas de energía que guardaba y con las cuales podría subsanar las dificultades que se le iban presentando. 

   Después de algunas conversaciones preliminares, el General Moncada me expuso el problema de su situación personal en relación con el revolucionario y terminó diciéndome: “Yo partiría inmediatamente si no fuera a empeorar y quedar en el camino”, a lo cual contesté”  “Yo te acompañaría y te seguiría el tratamiento hasta curación, pero condicionalmente”.  “Cómo así “  repuso Moncada un tanto sorprendido y frunciendo el entrecejo como quien espera una exigencia ambiciosa o algo desmedido. Pues, sencillamente, reproduje: El Gobierno de Puerto Cabezas está muerto, se ha suicidado  y esta es la última ocasión que se te presenta para salvar el Partido Liberal y llegar a la Presidencia.  Yo te acompaño si hemos de probar la aventura, pues no se me oculta  que vamos a exponer al número uno y  yo no estoy dispuesto al sacrificio para encumbrar a gente egoísta, sin principios y sin carácter con la cual los verdaderos liberales quedarán eliminados.  Además, si me resolví a dejar a mi mujer, mis hijos y mis intereses, exponiendo la vida no ha de ser precisamente para volver a un orden de cosas igual o peor que el que sufrimos actualmente.  Yo recuerdo que en dos ocasiones anteriores te pasó la presidencia por los pies y no te atreviste a recogerla...... Esta sería la tercera... (Moncada) Repuso lentamente y haciendo una contracción peculiar de la boca: “No se puede llegar al final sin poner los medios.  Yo quiero salvar al Partido y si para eso es necesario llegar a la Presidencia, pondremos los medios, pero no quiero que desde ahora se me pueda tachar de ambicioso.  Te advierto que la pasada en el suampo es tremenda y que no es fácil seguirme!, piénsalo antes de decidirte.   

   -Ya lo he pensado bien y he tomado en cuenta que tengo siete años menos que tú y que soy de Masatepe......

   -“Bueno, pues, si estás resuelto partiríamos mañana por la mañana en  una gasolina y hay que prepararse”.

   Así terminó ese diálogo tenido en Prinzapolka, donde quedó sentado en principio que el cadáver de Puerto Cabezas había pasado a la historia y que había que salvar al Partido Liberal a todo trance, aun tomando la Presidencia si era necesario.

   Después de hacer provisión de algunos medicamentos, particularmente de quinina y de ampollas de diversa clase, compré lo más indispensable para el viaje, inclusive algunas latas de conservas que vinieron a sumarse a las que traía del Comisariato de la Bragmann Bluff. 

   Antes de abandonar la Barra de Prinzapolka, quise recorrer la población,  cuyas casas todas de madera, construida sobre pilotes cubiertas con tejas de zinc.  Las calles son estrechas y por el centro de éstas se marcha sobre angostos puentes, para evitar el agua que invade el puerto durante las mareas altas.

   Es una pequeña población donde habitan más de 1500 personas, tiene iglesia y el trazo de una plaza; pero a causa de ser un centro minero y maderero posee algunos establecimientos de comercio y las transacciones son activas.  Entre las casas hay varias de dos pisos y entre los establecimientos recordamos como principales,  el de Enrique Espinosa, el de Ubieta y el de un chino.

   El General Adán Espinoza y su señora tuvieron la fineza de obsequiarnos con una opípara comida donde hubo derroche de atenciones y de gentileza por parte del anfitrión.  Esto sucedía la víspera de nuestra partida.

   El 8 por la mañana con la colaboración del Comandante García, de los señores Espinosa, Bermúdez y Ubieta y de algún otro amigo nos embarcamos en una pequeña gasolina con nuestros equipajes los siguientes: General Moncada, Dr. Castellón, los dos Cajina Mora, el ayudante Dorn y  dos asistentes. 

   Nos despedimos de aquellos amigos bajo una ligera lluvia que hacía la mañana opaca y fresca, pero que no nos impediría contemplar el paisaje de aquel río tan ancho como el Sena y cuyas riberas cubiertas de vegetación natural dabánle un aspecto simpático y encantador.  La embarcación marchaba rápida con una velocidad aproximada de 6 a 7 kilómetros por hora y a medida que nos alejábamos  del embarcadero aparecía a nuestra vista la visión brumosa del mar y la más cercana de las casas y los techos de Prinzapolka.  Remontábamos aquella corriente que a veces se ensanchaba y otras se estrechaba, admiramos aquí y allá las hermosas lianas y los trechos en que un verdor y bien desarrollado zacate besaba con sus mechas las aguas cristalinas del río.  Por momentos asomaba su faz umbría un platanar nutrido donde se veían colgar grandes racimos de bananos destinados seguramente a la exportación. 

   Después de algunas horas de camino apareció por la margen derecha un afluente caudaloso como de treinta metros de ancho, el Bambana, que desde las montañas de Cinarme (?) arrastra sus aguas, y a continuación observamos el menor volumen del Prinzapolka cuyos tributarios son cada vez menos importantes.

   La gasolina remolcaba un bote y el cocinero que llevábamos a bordo era un indio mosquito cuya lengua nativa hablaba con más soltura que el español.  Habíamos caminado unos 50 kilómetros cuando encontramos un bote tripulado por indios zumos que inmediatamente entablaron conversación con nuestro cocinero.  Nos detuvimos algunos minutos, hubo cambio de elementos, información previa de los inditos y continuamos la ruta[4].  Durante el almuerzo habíamos comido una torta de harina a guisa de pan, bastante sabrosa, con algunas latas que se abrieron y en la comida otro tanto afirmados esos tiempos con una buena taza de café negro que es ritual en aquellas latitudes.

   Durante el largo trayecto conversamos varias veces  el General Moncada y  yo sobre asuntos diversos pero concernientes a la Revolución.  Una de ellas fue la ininteligencia que reinaba con Sandoval, el General en Jefe, con quien había chocado varias veces, apoyado Sandoval por la mayoría de los jefes y oficiales costeños y aún por los elementos extranjeros, venidos muchos de ellos de México y Guatemala limados y aconsejados por una camarilla que dominaba alrededor de Sacasa.
  
   Sobre este tópico ya había formado de antemano mi plan que no era otro que servir de mediador o de puente entre los dos jefes, pues sin el acuerdo necesario la revolución estaba perdida y nuestros esfuerzos vanos.

En Puerto Cabezas ya había oído de boca de Lucila Delgado las desavenencias surgidas, los choques violentos y el poco cariño que ésta mostraba por  Moncada me reflejaban los sentimientos mismos de Sandoval y de muchos de sus allegados.

   Todo mi empeño debía consistir en suavizar las relaciones entre el Delegado del Ejecutivo y Ministro de la Guerra, cuya capacidad para mí no cabían  dudas y el General en Jefe Luis B. Sandoval cuyo influyo y hegemonía en el Ejército eran palmarios. Armonizar aquellas dos voluntades dentro de la jerarquía para darle unidad y vigor al movimiento revolucionario debía ser mi tarea principal en el orden político y de ahí provenía mi deseo varias veces fallido de trasladarme a las filas del Ejército es decir a los campos de la acción.

   Cuando Lucila Delegado imposibilitada para salir de Puerto Cabezas me solicitó la sacara como enfermera me presté gustoso y la traté con toda atención no tanto para ganar su voluntad cuanto para prevenir en mi favor al General Sandoval a quien yo creía no conocer.  Estos antecedentes y algunas confidencias obtenidas durante el viaje en el Mar Caribe  me valieron la franca y benévola amistad del General en Jefe con quien me relacioné días más tardes en la Cruz de Río Grande.

   Moncada no veía tan difícil derrotar y vencer al gobierno de Díaz dadas la opinión general del país y el coraje del pequeño ejército, pero abrigaba temor respecto a la  disciplina y a las catástrofes que sobrevienen por celos y antagonismos.

   Con atención sostenida escuchaba yo la conversación del Delegado procurando apoyar con mi opinión optimista el arreglo de las cosas y el resultado de la guerra.

   Ya por cansancio o abstraído en sus meditaciones permanecía Moncada largos ratos sin hablar como mirando en una lejanía. 

   Mientras tanto, yo sacaba mi carnet y emprendiéndola con el indio mosquito trataba de aumentar mi vocabulario mosco, o misquito como dicen los que se pican de erudición.  Aysabé, Aysabé kiki..... Y la barca corría sobre las tranquilas aguas y nunca  el canto de una ave o el vuelo de una abeja rasgó el silencio de aquellas latitudes.

   Habíamos recorrido ciento veinte kilómetros y era el término de nuestro viaje por agua, pues ahora debíamos marchar hacia la Cruz situada sobre una trayectoria paralela formada por el Río Grande de Matagalpa [5]

   El espacio comprendido entre el Río Grande de Matagalpa  y el Río PrinzapolKa está ocupado por una gran llanura donde se extiende la planicie de Makantaka, como de 9 millas cuadradas, cubierta de frondosos y elevados pinos, algunos de los cuales miden veinticinco metros de elevación y con un diámetro de 80 centímetros.  A lo lejos, unas pequeñas colinas ponen límite al llano y están los árboles también distribuidos que no permiten el crecimiento de otra yerba fuera de un zacatón de poca altura.  Ni pájaros ni monos se cruzaron por largas horas a nuestra vista y fue apenas si notamos un venado que corría  y algunos mosquitos que salían de los pantanos. Como a la una y media de la tarde pasamos penosamente el Caño de Makantaka que es afluente del Río Grande y cuya anchura de 12 metros y su profundidad de dos metros lo vuelve peligroso por el ímpetu  de  su corriente.  Después de transportar en una pequeña barca todo el equipaje y el apero de las bestias, fue una tarea bien difícil pasar los animales.

   Habiendo alcanzado nuestras bestias la otra orilla fueron rápidamente ensilladas y sin esperar asistentes, ni equipaje el General tomó el camino seguido por Dorn y el que esto escribe, pero mi cabalgadura que  era el machito rosillo de los Espinosa no trotaba fuerte y a cada instante desaparecían de mi vista el General y su ayudante.  Debo agregar que no llevaba ninguna arma y que en esas montañas las fieras vagan hambrientas por los senderos.

   En una ocasión en que me reuní con los dos compañeros vi de pronto unas matas de chagüite y entre ellas un hermoso racimo de bananos, bien dorados.  Les grité para cortar los bananos y el General respondió: “ Que se quede comiendo porque nosotros  no podemos perder tiempo”.  Aunque eran las 4 de la tarde  y no habíamos almorzado, fue preciso continuar en ayunas.  El suampo estaba intransitable, el camino era estrecho y a los lados los palos de espino y las matas de güiscoyol erizadas de púas.  En un atascadero mi cabalgadura se hundió y le era imposible resurgir, entonces les grité a los compañeros y el General irónico, aludiendo a una  carta de Arturo Ortega, me replicó: “ Salí de Capua”.  Rápidamente me subí sobre la montura y salté  hacia delante facilitando al mulo sus esfuerzos, marché algunos metros dentro del lodo que me llegaba arriba de la rodilla y apremiado por la necesidad monté al rosillo  que me condujo con toda felicidad hasta el próximo río, el Verde, donde me pude lavar durante  algunos minutos. 

   Al atravesar el río llegábamos al campamento de Carlos Pasos, llamado Salto Verde, donde encontramos una escolta en comisión.  Era aquel un campamento maderero con dos casas pajizas, en una de las cuales fuimos alojados.  A pesar de los capotes, llegábamos completamente remojados y por falta de pericia habíamos confiado el maletín de la hamaca y la colcha al asistente rezagado en Makantaka.  Eran las 8 de la noche, aún sin almorzar, maltratados de todo un día de cabalgata, mortificado por las espinadas, empapada la ropa y el calzado y sin un trapo seco para abrigarnos.  Alguien nos dio una taza de café negro caliente con un pedazo de carne asada y después de lavadas las ropas y en el traje de Adán había que buscar cama y cobija.   Una tabla ancha sobre dos burros de madera y unos rollos de periódicos ingleses que encontramos sobre un estante me dio la idea de cubrirme con papeles y tenderme sobre aquel blando lecho. El General Moncada había encontrado una hamaca seca y una frazada y después del café caliente tomó una copa de crema  fenicada.

    Ya en posición con  mis papeles, un abnegado oficial me ofreció una colcha de dos que tenía y entonces el calor fue parejo y mi dormida reparadora y agradable.

   Por la mañana la ropa tendida cerca de la hoguera estaba casi seca y por lo menos tibia y los zapatos sin lodo y medio secos entraron con facilidad.   Vino el café negro, la carne asada, el banano cocido y al camino.   Seguía el suampo y la lluvia y los troncos y las espinas.  A las dos de la tarde del 10 atravesábamos el Río Grande y  poníamos pie en la Cruz. 

   En el Hotelito la buena Señora nos atendió con solicitud y me dio un cuarto confortable donde se alojaban también el joven Arturo Robleto.  Comimos, dormimos, nos reparamos y después ya en posesión de otra ropa pudimos cambiarnos el vestido. 

   Moncada se hospedo en otro cuarto y pronto trasladó su domicilio a la calle principal de la ciudad; por temperamento y por cálculo gustaba de la vida aislada y solitaria. 

En la Cruz

   Desde mi llegada a la Cruz lo primero que me pareció indicado fue proveerme de calzado, algunas piezas de ropa y conocer la topografía de la población. 

   Por la noche mi compañero de cuarto el joven Robleto, que había llegado varios días antes y era ayudante del General Beltrán Sandoval, se encargó de informarme todo lo relativo a la guerra, la situación presente del Ejército que estaba trasladándose de Laguna de Perlas a la Cruz por la Cuenca de Kuringuas. Me contó al mismo tiempo no sin mostrar mala voluntad contra el General Moncada las relaciones oficiales entre este y el General Sandoval y los diferentes choques que habían tenido desde el principio de la campaña.  También me dio noticias sobre la situación sanitaria del Ejército y las dificultades que se presentaban con los heridos de gravedad.

   El General Moncada por su parte informado sobre los suceso de San Pedro y Batitan donde las fuerzas del General Baquedano habían sido rechazadas por una columna pequeña que hacía de vanguardia resolvió permanecer algunos días en la Cruz en espera del Ejército y de los elementos que venían del Kuringuas.

    Desde el siguiente día me trasladé al Hospital improvisado donde unos tres o cuatro curanderos y un boticario danés se había apoderado de los enfermos y heridos como un recurso habilísimo para procurarse medicamentos y ejercer la medicina clandestinamente en la clientela civil. 

   Con autorización del delegado organicé dicho hospital, higienice el local, aislé a los heridos  infectados y procedí a una serie de operaciones y nuevos tratamientos que dieron por resultado el mejoramiento rápido de los enfermos.   Algunas docenas de palúdicos que llegaron en un estado lamentable de Laguna de Perlas fueron sometidos al tratamiento intravenoso de la quinina seguido luego del tratamiento por las vías digestivas. 

   Con el auxilio de Cajina Mora que fue nombrado Gobernador de aquel puerto fluvial organizamos la cuestión económica del hospital, es decir cómo debían obtenerse los recursos para mantener el establecimiento mientras nos internábamos en la montaña. 

   Doce días pasamos en aquella población: el General Moncada con Carlos Pasos organizando el Ejército que debía continuar la marcha y mientras, yo preparaba a los convalecientes y alistaba el botiquín que debía servirnos en el resto de la cruzada.  Hice en efecto acopio de  medicamentos e inyecciones conseguidas en aquella plaza y luego trasladándome al Gallo conseguí en el Comisariato de la Cuyamel tres mil cápsulas de quinina que vinieron a reforzar los elementos que estaba acumulando desde Bragman Bluff.

   Durante nuestra permanencia en la Cruz recibimos varias veces noticias provenientes de Puerto Cabezas, de Bluefields y de la Barra de Prinzapolka, y de Río Grande dándonos sugestiva información sobre las actividades de nuestros correligionarios en aquellos lugares.  También se nos informaba sobre las actividades de la marina americana en su pretendido bloqueo a nuestras costas del Atlántico y el inalámbrico del Gallo nos dio más de una vez noticias procedentes de los Estados Unidos. 

   Mientras comentábamos la situación creada al Gobierno Constitucionalista y al Ejército, llegaba de Laguna de Perlas el General Sandoval  con los últimos grupos de soldados y las cargas de rifles y municiones capturadas al Ejército contrario en la célebre y recordada batalla de “Laguna de Perlas”.

   Pronto me hice de las mejores relaciones con Sandoval quien me saludó cariñosamente  al verme como si se tratara de un antiguo conocido y desde aquel día conservamos la mejor armonía dándome pruebas de estimación y cariño durante toda la campaña. 

   Como a mediados de enero recibió Moncada una proposición del Gobierno de Sacasa en la cual se le decía que un grupo de prominentes salvadoreños encabezados por el Dr. Jorge Meléndez quería mediar en la contienda proponiendo de previo como transacción entre ambos partidos la candidatura de Don Salvador Calderón Ramírez, el literato nicaragüense muy conocido en El Salvador.   Decía el mensaje también que el Gobierno de Puerto Cabezas aceptaba tal insinuación pero que deseaba oír la opinión del Ejército.

   Cuando leí aquel documento pedí a Moncada permiso para redactar la contestación pero este se negó creyendo sin duda que emplearía un lenguaje violento e inoportuno; pero mientras más tarde el inalámbrico del Gallo trasmitía a Bragman Bluff lo que yo juzgo que era el pensar y el sentir del Ejército liberal.   Más o menos decía Moncada que el Ejército luchaba por un principio y que el Señor Calderón Ramírez no siendo miembro del Congreso Nacional estaba excluido para toda proposición y que rogaba al Señor Presidente manifestar claramente si renunciaba a la empresa para tomar con el Ejército las medidas  que mejor conviniesen al liberalismo.

   El temor de esos mensajes revelaba la situación: por una parte el gobierno agonizante de Puerto Cabezas que en su impotencia quería testar el niño muerto que tenía en los brazos y por la otra, el grupo de soldados vencedores que con fe de carbonario y voluntad indomable se proponían volar sobre el suampo y escalar la cumbre de las montañas para llegar de cerro en cerro hasta Managua.  Moncada procedía como un fiel intérprete y aunque comprendía que la partida era difícil si los americanos se aliaban completamente con Díaz, no desesperaba de obtener un éxito que modificara las ligas de aquella alianza.

   Antes de proseguir en nuestro relato conviene decir algunas palabras sobre la situación de la Cruz.  Esta pequeña pero importante población colocada sobre la margen derecha del Río Grande de Matagalpa, dista como 60 kilómetros de su desembocadura en el mar.
   
   Para llegar a dicha población desde el nivel del río es necesario subir como 20 metros, a cuya altura se extiende como medio kilómetro y contiene varias calles que se entrecruzan, una plaza de regulares dimensiones, iglesia y edificios particulares la mayor parte de madera.  Desde la altura se divisa un panorama bellísimo sobre el río el cual presenta una anchura en aquel lugar como de 200 metros; remolcadores de toda clase y lanchas de gasolina arrastrando embarcaciones planas atracan a su orilla transportando pasajeros o cargando los racimos de bananos producidos por las plantaciones que se encuentran en sus márgenes.

   De la Cruz al Gallo que es una plantación de bananos donde tiene oficina e inalámbrico la Cuyamel, se salva la distancia en cuarenticinco minutos de gasolina remontando el río, y para examinar el comisariato y saber que elementos podía comprar en aquel lugar resolví hacer una visita en momentos en que embarcábamos una columna de soldados con dirección a San Pedro al mando del Coronel Ordeñana.  Bien recibido por los jefes de la compañía que gustosos me mostraron las dependencias, obtuve de ellos una fuerte cantidad de quinina en cápsulas que eran de fácil manejo y algunos otros objetos de imprescindible necesidad, entre los cuales una pipa para fumar y un bote de tabaco que por muchos días desempeñaron papel tan importante casi como la propia comida.

   Durante esta excursión verificada como el 11 de enero de 1927 se nos informó de algunas noticias inalámbricas y de ciertos datos llegados tanto de Estados Unidos como de Puerto Cabezas.  En recortes de periódicos americanos pudimos leer el famoso discurso de Mr. Wheeler el célebre senador americano que atacó tan duramente a Adolfo Díaz. 

   De regreso a la Cruz, a la hora de comida conversé largamente con Moncada y me dijo su propósito de apresurar la marcha hacia el interior tan luego terminara el acarreo de los elementos que se transportaban por la vía del Kiringuas, pues siempre tuvo empeño en dejar tras de sí las municiones y los víveres que debían servir para el ejército. 

   Por las noches en el Hotelito donde comíamos, las hijas de la propietaria y alguna amiga, solían hacernos compañía y tocar en la victrola piezas de música que nos permitían bailar olvidando así por algunos momentos las asperezas del vivac y el peso de las responsabilidades. [6]

   Listos para la marcha salimos el 23 de enero con dirección a Palpunta, pasando previamente por el Gallo y otra importante propiedad que se encuentra después de ésta remontando el río.

   Ofrece en aquel trayecto el  Río Grande  caracteres de extraordinaria belleza, ora por la extensión de su corriente siempre ancha y navegable, ora por sus tablazos  que son ciertos trechos de río que se presentan en línea recta con poco declive e igual anchura y que forman una como cinta de plata. Sobre el ribete  verdoso de sus aguas donde la vegetación sirve de marco de se ven de vez en cuando  algunos cuadros donde el banano florece prodigando la sabrosa fruta. 

   Palpunta es propiedad de Don Julio Monterrey - Una casa mediana y una cocina como se usa en las fincas costeñas – nos dio generoso hospedaje.  Llegada la noche, nuestro primer cuidado fue de instalarnos colocando la hamaca y los “aperos” de montar en un lugar estratégico donde no hubiese “trajín” y se pudiera vigilar convenientemente. 

   En los Ejércitos revolucionarios de Nicaragua, los elementos de uso indispensable se ve uno obligado a cuidarlos mucho porque en el mejor momento vienen a  faltar y de nada sirve gritar y encolerizarse contra las manos abusivas y piratas.  El caballo, la montura, el freno, las espuelas, el cuchillo, la hamaca y el hulado son cosas que debe uno vigilar día y noche. 

En esta bendita casa de Palpunta nos fue dado conocer la víbora    costeña llamada toboba.  Caído del tejado o salido de alguna rendija aquel ofidio gris sucio con su cabeza achatada y poligonal que inspiraba repugnancia y temor fue en breve aplastada, pero fue una saludable advertencia.  

   Mientras algunos bultos  y equipajes continuaban por el río hacia San Pedro, nosotros en posesión de algunas bestias mulares marchamos por tierra bordeando la corriente y pasando por Batitán, La Hachita y Ohi Ohi.  Este último lugar es un desfiladero, peligroso y elevado donde se asusta el transeúnte de haberlo pasado.  Cerca de Batita y en un recodo de la montaña me extravié por un  pequeño sendero  y de pronto tras unas piedras me encontré frente a frente con dos hombres arrodillados, uno teniendo un rifle entre los brazos y el otro arrecostado y con el rifle caído.  Eran dos cadáveres de los soldados que llevó Baquedano a San Pedro y que habían tenido un pequeño encuentro tres semanas atrás.   Aquel hallazgo macabro me hizo pensar en lo inestable de la vida y en lo expuesto que está el soldado a ver apagar su lámpara en cualquier vuelta de camino. 

   Continuando nuestra ruta nos detuvimos brevemente en una choza habitada por una familia y después de tomar algunos alimentos seguimos el sendero por dentro de la montaña luchando en el lodazal y defendiéndonos de las ramas y bejucos espinosos que amenazaban rasgarnos el mísero vestido y la piel.   No se podía transitar sin ir constantemente agachado, casi pegado sobre el cuello de la bestia, so pena de exponerse a quedar colgado o herido por una rama o bejuco.

   Muy entrada la tarde llegamos a la casa de la hacienda San Pedro donde pasamos dos días organizando las columnas del Ejército que debían salir con rumbo a Matiguás. 

   Efectivamente, tanto el Coronel Escamilla como el Coronel Plata prepararon su columna de 300 hombres cada una, llevando ametralladores y parque conducido a lomo de bueyes, así como víveres, pues las bestias mulares eran muy escasas y  apenas sirvieron durante la travesía para conducir a los oficiales superiores.  Estas expediciones salieron de San Pedro el  primero y el dos de febrero de 1927.

   Pequeñas columnas volantes  de 50 y 80 hombres conducidas por el Coronel Duarte y el Coronel Ordeñana escoltaban también las cajas de parque para las ametralladoras.

   Como gran parte de las municiones habían quedado en la Cruz y era forzoso llevarlas a retaguardia del Ejército con los medios que pudieran reunir, el General Carlos Pasos, con actividad y resolución indomable, llevó a cabo la empresa superando los deseos del General Monada, pues logró conducir cuatro cañones con el parque respectivo consignados a quedar en la Costa Atlántica.   Cubriendo la retaguardia del convoy marchó una columna de 250 hombres del General Mena.









[1] Espíritus maleantes y adversos hicieron creer al Dr. Sacasa que era mi propósito, al juntarme con Moncada, invitarlo para pronunciarse contra el Gobierno de Puerto Cabezas y que yo era peligroso-  En realidad, yo era un liberal que buscaba el triunfo del partido por los medios más rápidos y eficientes.-
[2] Los rifles y pertrechos de guerra fueron desembarcados y bajo la conducta del General Eliseo Duarte, que comandaba las fuerzas de guarnición en Puerto Cabezas (100 hombres) fueron reexpedidos con dirección a Río Grande y La Cruz.
[3] Es bien sabido que el gobierno del Presidente Coolidge había reconocido como Presidente legal de Nicaragua a don Adolfo Díaz, el cual fue nominado por un Congreso ad-hoc en el que figuraron dos o tres liberales.  Este Congreso de Conservadores advenedizos es el mismo que había apoyado a Chamorro en su golpe de estado y el que había declarado al Vicepresidente Constitucional Sacasa, con lugar a formación de causa. 
El auxilio pedido por Díaz para mantenerse en el gobierno determinó a las autoridades americanas a prestarle colaboración por medio del bloqueo de las costas y la imposición de zonas neutrales.  Eso pensaba el Presidente conservador que la bastaría para vencer y se equivocó.
[4] Los zumos que se encuentran habitando las márgenes del Prinzapolka, Bambana y tributarios del Río Grande no son de la misma raza de los indios mosquitos que tienen sus palenques en las riberas del Río Coco y de los Ríos Wawa y......Difieren en la lengua mosquita, en los caracteres físicos y en algunas otras peculiaridades, pero se comprenden fácilmente.
[5] Para librarnos un poco de la lluvia y para que las bestias pudieran pastar por la tarde y la noche, dormimos en Bis-Bila bajo un rancho donde el agua es filtrado y en la mañana del 9 como a las 6:00 a.m. después de inyectar al General Moncada y de desayunarnos con una taza de café negro y algunas galletas salimos en la dirección deseada. 
Las inyecciones de gayarsmin (?) y de serafón le fueron propinadas al Delegado a dosis masivas, así como unas botellas de crema de menta y de cacao fueron arregladas con ácido fénico puro imitando un jarabe de Vial con lo cual puse coto a las miradas codiciosas de los ayudantes. 
[6] Los habitantes de la Cruz y algunos compañeros del General  Sandoval nos referían a menudo episodios de la guerra y particularmente la captura tragi-cómica de un Señor Leal que muy humilde y contrito se arrodillaba  cuando creyó que le podían fusilar así como muy arrogante y cruel se mostró cuando más tarde atrapaba a los revolucionarios o desertores del Ejército de Díaz a quienes fusiló sin piedad, inmortalizando su nombre con el de “Cementerio (Julio) Leal” que dejó en Tipitapa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario