Mi
Película 1876 – 1929
Aventuras de Mi vida Política
H. A. Castellón
De Puerto Cabezas a San Pedro.
Fue el 4 de enero por la tarde que después
de haber obtenido el pasaporte donde el Comandante de Policía José María
Zacarías y el permiso y visa correspondiente del Jefe Militar americano (....)
nos embarcamos en Puerto Cabezas en una gaso-vela llamada Albert, el personal
de la Cruz Roja, compuesto del Presidente, cuatro enfermeras, entre las cuales
la Lucila Mayorga Delgado, amiga del General en Jefe Luis B. Sandoval y dos
enfermeros, uno de los cuales el joven Jiménez de Rivas.
El Presidente Sacasa que me había puesto
dificultades para ir a Prinzapolka o Río Grande donde debía juntarme con
Moncada quedó desde el 23 de diciembre anterior, por el desembarque y desarme practicado
por los americanos, sin poder efectivo y más bien en calidad de prisionero, por
consiguiente, sin poder para obstaculizar mis propósitos. [1]
La Cruz Roja que desde un principio surgió
como una entidad independiente, formada por el concurso de nacionales y
extranjeros, se vio libre en sus movimientos y no tuvo enfrente más que el
Poder de los americanos.
Por fortuna entre los marinos yanques, como
ocurre en los países civilizados, la Institución de la Cruz Roja tiene un gran
prestigio moral y por todas partes encuentra apoyo y colaboración. De esta
suerte, el permiso para trasladarme a las líneas de combate, donde había
heridos y enfermos, me fue formalmente acordado y mi embarque fue
inmediatamente decidido.
Pero aquel día 4, el Comando Americano,
obedeciendo en esto instrucciones superiores, había resuelto entregar las armas
y el parque confiscados el 23 de diciembre retro próximo, y las 50 cajas de
tiros y los 200 rifles embargados habían sido depositados en el muelle en
aquella mañana y tardaron mucho en ser transportados a la gasovela que debía
conducirlos a Prinzapolka.
Sobre la gasovela “Albert”
Serían las 11 de la noche, cuando la nave
desprendiéndose de la bahía se encaminó entre tinieblas soplándole un viento
huracanado que se mezclaba con lluvia, caminando rumbo al Sur. Los pocos soldados y algunos oficiales que me acompañaban se
protegían los unos en la calle y los
otros sobre el puente, con las cubiertas de lona que tapaban las cajas de
cartuchos o con sus capotes ahulados. La brisa era húmeda, pero a veces
mezclada con lluvia se desataba como racha despiadada.
El movimiento combinado de aquel pequeño
barco que parecía un juguete entre el
oleaje del mar embravecido me había causado mareo, pero tendido sobre cubierta
y arrebujado en mi capote recibía
frases estimulantes de una de las enfermeras acostumbrada a los embates del Mar
Caribe y de esta manera con el aire fresco y la posición horizontal se hacía
tolerante la situación. Nos amaneció
siempre bordeando la Costa y contemplando entre la mar espumosa y rebelde los
cayos e isletas que numerosos adornan al Litoral Atlántico.
Durante el día nos llovió varias veces y
aunque maltratados por una noche inclemente el espíritu en plena luz se tornó
tranquilo y sereno como si la vista en extenso horizonte fuese suficiente para
apartarnos o avisarnos del peligro.
Por la tarde del 5 se nos dijo que estábamos
frente a la Barra de Prinzapolka y pronto apareció a nuestros ojos un pequeño
remolcador cuya proa subía y bajaba como en las diversiones de las montañas
rusas, haciéndonos ver que un nuevo peligro nos amenazaba en el desembarque.
El
movimiento de las aguas era tan fuerte que las dos embarcaciones no podían
aparejarse para verificar el transbordo de la carga y pasajeros, y en estas
dificultades empezó a dibujarse en el horizonte los signos de una nueva
tempestad. Con rapidez se cruzaron los cables, se trasladaron las cajas de rifles
y de cartuchos y los pasajeros más expertos se tiraban del puente de la
gasovela a la cubierta del remolcador.
Ya mi equipaje y capote habían volado salvando el abismo, pero la
distancia era muy grande entre las dos embarcaciones y no me sentía por razón
del mareo y maltrato de la travesía en estado de hacer un salto
acrobático. De pronto se oyeron voces,
una enfermera recogiéndose el vestido se lanzó resueltamente y entrenado por aquella voluntad femenina yo
también salté procurando caer sobre las maletas para amortiguar el golpe. Pero mi asistente Jiménez que guardaba el
estuche de cirugía no tuvo el mismo ímpetu y después de tener su equipaje en el
remolcador tuvo que continuar en el bergantín que rápidamente se alejó para
guarecerse en los cayos próximos ante la tempestad que amenazante se alzaba.
El pequeño remolcador, atestado de cajas se
disparó sobre la barra y cortando unas olas y mecido por otras pasó la reventazón
que es el punto de colisión entre las aguas del mar y las del río, lugar
peligroso donde con frecuencia se verifican los naufragios.
Al entrar al río nos sentimos renacer y a
poco de haber penetrado vimos los edificios de la Comandancia y del desembarcadero
donde pronto pusimos pie.
Caras amigas nos saludaron, los Espinoza, R
Ubieta, García Bermúdez, Lacayo y otros, nos condujeron a una casa de dos pisos
donde se alojaba Moncada. Después de un breve saludo, seco y sin entusiasmo, el
Delegado del Ejecutivo y Ministro de la Guerra me indicó un cuarto contiguo
donde podría hospedarme y una casa donde juntamente con él nos servirían los
alimentos [2] “Llegás en buena hora porque tal vez me vas a
curar de esta calentura y esta tos que me quiere reventar los pulmones”. El
General Moncada tenía en vías de desarrollo un fuerte ataque de influenza,
con tos seca y gemitosa, fiebre y
quebranto general, la cual sin duda alguna la había adquirido en los días
siguientes a la batalla de Laguna de Perlas donde la fatiga y larga permanencia
en el Suampo lo habían predispuesto. El
tiempo lluvioso y húmedo de Prinzapolka y las condiciones especiales de su
situación militar que le obligaban a olvidar
de su persona para entrar en
todos los detalles de la expedición que se proyectaba le empeoraban cada día y
por las noches con la temperatura alta y la tos incesante no tenía momento de
reposo. En esas condiciones emprendí un
tratamiento fuerte y sostenido con los medios de que disponíamos y al tercer día se notó que mejoraba y que
podría curarse con seis días más de asistencia. El éxito en condiciones
normales habría tenido que ser seguro, pero se hacía preciso contar con
circunstancias excepcionales.
El 7 de enero después de haber recibido el
General Moncada información especial respecto a las operaciones que se llevaban
a cabo en Río Grande y particularmente en la Región de San Pedro empezó a
preocuparse, pues una columna enemiga
comandada por el General Baquedano amenazaba la Cruz y según toda probabilidad
había librado combate contra las tropas revolucionarias de vanguardia situadas
en San Pedro y Balitan. Además ese mismo
día, el General Messer, segundo Jefe militar y primero de las fuerzas de
vanguardia llegaba a Prinzapolka con el pretexto de ir a conferenciar con el
Dr. Sacasa en Puerto Cabezas, pero según noticias llegadas de la Cruz, el
General Messer presa del pánico que le
causaban las medidas drásticas de los americanos en la Barra del Río Grande y
la noticia abultada y tendenciosa de que un Ejército de 5000 hombres, de los
cuales la columna Baquedano de 400 era la descubierta, se proponía bajar por el
Río. Algunos revolucionarios que decían
conocer a Messer, desde en México, se adelantaron a asegurar que en previsión
de la probable liquidación del Constitucionalismo, llegaba a Puerto Cabezas a
reclamar su ración.
No era en realidad brillante la situación
revolucionaria, pues a pesar del triunfo
de Laguna de Perlas, el bloqueo decretado por la marina americana para
impedir el aprovisionamiento del
Ejército en víveres y armas y la
confiscación en la Barra de Río Grande de 1,800.000 cartuchos y 700 rifles
indicaban el propósito del Gobierno Americano de aplastar la rebelión
constitucionalista.[3]
El Gobierno de Puerto Cabezas después de
desarme de 23 de diciembre, optó por la pasividad, constituyéndose en
prisionero voluntario completamente seguro, en vez de tomar una actitud bélica y levantada pero peligrosa en que hubiera jugado la partida
con el Ejército. En ese nuevo aspecto,
en que abandonó el Ejército a su propia suerte, y ya no tuvo órdenes que
impartir, el Gobierno de Sacasa dio el raro fenómeno de vivir segmentado, en
forma nominal, gracias a un principio que todos defendíamos hasta aquel
momento. Natural era, pues, que Messer y
todos los que como él descontaban el fracaso final se expusieran lo
menos posible y buscara la mayor ventaja
en la liquidación.
Moncada comprendía la situación general,
veía hasta con extraño gozo que ciertos elementos extranjeros y aventureros
que en las revoluciones se reservan los mejores puestos sin dar positivos
servicios, se alejaran del Ejército, pero su salud no le permitía echar manos
de las reservas de energía que guardaba y con las cuales podría subsanar las
dificultades que se le iban presentando.
Después de algunas conversaciones
preliminares, el General Moncada me expuso el problema de su situación personal
en relación con el revolucionario y terminó diciéndome: “Yo partiría inmediatamente
si no fuera a empeorar y quedar en el camino”, a lo cual contesté” “Yo te acompañaría y te seguiría el
tratamiento hasta curación, pero condicionalmente”. “Cómo así “
repuso Moncada un tanto sorprendido y frunciendo el entrecejo como quien
espera una exigencia ambiciosa o algo desmedido. Pues, sencillamente,
reproduje: El Gobierno de Puerto Cabezas está muerto, se ha suicidado y esta es la última ocasión que se te
presenta para salvar el Partido Liberal y llegar a la Presidencia. Yo te acompaño si hemos de probar la
aventura, pues no se me oculta que vamos
a exponer al número uno y yo no estoy
dispuesto al sacrificio para encumbrar a gente egoísta, sin principios y sin
carácter con la cual los verdaderos liberales quedarán eliminados. Además, si me resolví a dejar a mi mujer, mis
hijos y mis intereses, exponiendo la vida no ha de ser precisamente para volver
a un orden de cosas igual o peor que el que sufrimos actualmente. Yo recuerdo que en dos ocasiones anteriores
te pasó la presidencia por los pies y no te atreviste a recogerla...... Esta
sería la tercera... (Moncada) Repuso lentamente y haciendo una contracción
peculiar de la boca: “No se puede llegar al final sin poner los medios. Yo quiero salvar al Partido y si para eso es
necesario llegar a la Presidencia, pondremos los medios, pero no quiero que
desde ahora se me pueda tachar de ambicioso.
Te advierto que la pasada en el suampo es tremenda y que no es fácil
seguirme!, piénsalo antes de decidirte.
–
-Ya lo he pensado bien y he tomado en cuenta
que tengo siete años menos que tú y que soy de Masatepe......
-“Bueno, pues, si estás resuelto partiríamos
mañana por la mañana en una gasolina y
hay que prepararse”.
Así terminó ese diálogo tenido en
Prinzapolka, donde quedó sentado en principio que el cadáver de Puerto Cabezas
había pasado a la historia y que había que salvar al Partido Liberal a todo
trance, aun tomando la Presidencia si era
necesario.
Después de hacer provisión de algunos
medicamentos, particularmente de quinina y de ampollas de diversa clase, compré
lo más indispensable para el viaje, inclusive algunas latas de conservas que
vinieron a sumarse a las que traía del Comisariato de la Bragmann Bluff.
Antes de abandonar la Barra de
Prinzapolka, quise recorrer la población,
cuyas casas todas de madera, construida sobre pilotes cubiertas con
tejas de zinc. Las calles son estrechas
y por el centro de éstas se marcha sobre angostos puentes, para evitar el agua
que invade el puerto durante las mareas altas.
Es una pequeña población donde habitan más
de 1500 personas, tiene iglesia y el trazo de una plaza; pero a causa de ser un
centro minero y maderero posee algunos establecimientos de comercio y las
transacciones son activas. Entre las
casas hay varias de dos pisos y entre los establecimientos recordamos como
principales, el de Enrique Espinosa, el
de Ubieta y el de un chino.
El General Adán Espinoza y su señora
tuvieron la fineza de obsequiarnos con una opípara comida donde hubo derroche
de atenciones y de gentileza por parte del anfitrión. Esto sucedía la víspera de nuestra partida.
El 8 por la mañana con la colaboración del
Comandante García, de los señores Espinosa, Bermúdez y Ubieta y de algún otro
amigo nos embarcamos en una pequeña gasolina con nuestros equipajes los
siguientes: General Moncada, Dr. Castellón, los dos Cajina Mora, el ayudante
Dorn y dos asistentes.
Nos despedimos de aquellos amigos bajo una
ligera lluvia que hacía la mañana opaca y fresca, pero que no nos impediría
contemplar el paisaje de aquel río tan ancho como el Sena y cuyas riberas
cubiertas de vegetación natural dabánle un aspecto simpático y encantador. La embarcación marchaba rápida con una velocidad
aproximada de 6 a 7 kilómetros por hora y a medida que nos alejábamos del embarcadero aparecía a nuestra vista la
visión brumosa del mar y la más cercana de las casas y los techos de
Prinzapolka. Remontábamos aquella
corriente que a veces se ensanchaba y otras se estrechaba, admiramos aquí y
allá las hermosas lianas y los trechos en que un verdor y bien desarrollado
zacate besaba con sus mechas las aguas cristalinas del río. Por momentos asomaba su faz umbría un
platanar nutrido donde se veían colgar grandes racimos de bananos destinados
seguramente a la exportación.
Después de algunas horas de camino apareció
por la margen derecha un afluente caudaloso como de treinta metros de ancho, el
Bambana, que desde las montañas de Cinarme (?) arrastra sus aguas, y a
continuación observamos el menor volumen del Prinzapolka cuyos tributarios son
cada vez menos importantes.
La gasolina remolcaba un bote y el cocinero
que llevábamos a bordo era un indio mosquito cuya lengua nativa hablaba con más
soltura que el español. Habíamos
caminado unos 50 kilómetros cuando encontramos un bote tripulado por indios
zumos que inmediatamente entablaron conversación con nuestro cocinero. Nos detuvimos algunos minutos, hubo cambio de
elementos, información previa de los inditos y continuamos la ruta[4]. Durante el almuerzo habíamos comido una torta
de harina a guisa de pan, bastante sabrosa, con algunas latas que se abrieron y
en la comida otro tanto afirmados esos tiempos con una buena taza de café negro
que es ritual en aquellas latitudes.
Durante el largo trayecto conversamos varias
veces el General Moncada y yo sobre asuntos diversos pero concernientes
a la Revolución. Una de ellas fue la
ininteligencia que reinaba con Sandoval, el General en Jefe, con quien había
chocado varias veces, apoyado Sandoval por la mayoría de los jefes y oficiales
costeños y aún por los elementos extranjeros, venidos muchos de ellos de México
y Guatemala limados y aconsejados por una camarilla que dominaba alrededor de
Sacasa.
Sobre este tópico ya había formado de
antemano mi plan que no era otro que servir de mediador o de puente entre los
dos jefes, pues sin el acuerdo necesario la revolución estaba perdida y
nuestros esfuerzos vanos.
En Puerto
Cabezas ya había oído de boca de Lucila Delgado las desavenencias surgidas, los
choques violentos y el poco cariño que ésta mostraba por Moncada me reflejaban los sentimientos mismos
de Sandoval y de muchos de sus allegados.
Todo mi empeño debía consistir en suavizar
las relaciones entre el Delegado del Ejecutivo y Ministro de la Guerra, cuya
capacidad para mí no cabían dudas y el
General en Jefe Luis B. Sandoval cuyo influyo y hegemonía en el Ejército eran
palmarios. Armonizar aquellas dos voluntades dentro de la jerarquía para darle
unidad y vigor al movimiento revolucionario debía ser mi tarea principal en el
orden político y de ahí provenía mi deseo varias veces fallido de trasladarme a
las filas del Ejército es decir a los campos de la acción.
Cuando Lucila Delegado imposibilitada para
salir de Puerto Cabezas me solicitó la sacara como enfermera me presté gustoso
y la traté con toda atención no tanto para ganar su voluntad cuanto para
prevenir en mi favor al General Sandoval a quien yo creía no conocer. Estos antecedentes y algunas confidencias
obtenidas durante el viaje en el Mar Caribe
me valieron la franca y benévola amistad del General en Jefe con quien
me relacioné días más tardes en la Cruz de Río Grande.
Moncada no veía tan difícil derrotar y
vencer al gobierno de Díaz dadas la opinión general del país y el coraje del
pequeño ejército, pero abrigaba temor respecto a la disciplina y a las catástrofes que
sobrevienen por celos y antagonismos.
Con atención sostenida escuchaba yo la
conversación del Delegado procurando apoyar con mi opinión optimista el arreglo
de las cosas y el resultado de la guerra.
Ya por cansancio o abstraído en sus
meditaciones permanecía Moncada largos ratos sin hablar como mirando en una
lejanía.
Mientras tanto, yo sacaba mi carnet y
emprendiéndola con el indio mosquito trataba de aumentar mi vocabulario mosco,
o misquito como dicen los que se pican de erudición. Aysabé, Aysabé kiki..... Y la barca corría
sobre las tranquilas aguas y nunca el
canto de una ave o el vuelo de una abeja rasgó el silencio de aquellas
latitudes.
Habíamos recorrido ciento veinte kilómetros
y era el término de nuestro viaje por agua, pues ahora debíamos marchar hacia
la Cruz situada sobre una trayectoria paralela formada por el Río Grande de
Matagalpa [5]
El espacio comprendido entre el Río Grande
de Matagalpa y el Río PrinzapolKa está
ocupado por una gran llanura donde se extiende la planicie de Makantaka, como
de 9 millas cuadradas, cubierta de frondosos y elevados pinos, algunos de los
cuales miden veinticinco metros de elevación y con un diámetro de 80
centímetros. A lo lejos, unas pequeñas
colinas ponen límite al llano y están los árboles también distribuidos que no
permiten el crecimiento de otra yerba fuera de un zacatón de poca altura. Ni pájaros ni monos se cruzaron por largas
horas a nuestra vista y fue apenas si notamos un venado que corría y algunos mosquitos que salían de los
pantanos. Como a la una y media de la tarde pasamos penosamente el Caño de
Makantaka que es afluente del Río Grande y cuya anchura de 12 metros y su
profundidad de dos metros lo vuelve peligroso por el ímpetu de su
corriente. Después de transportar en una
pequeña barca todo el equipaje y el apero de las bestias, fue una tarea bien
difícil pasar los animales.
Habiendo alcanzado nuestras bestias la otra
orilla fueron rápidamente ensilladas y sin esperar asistentes, ni equipaje el
General tomó el camino seguido por Dorn y el que esto escribe, pero mi
cabalgadura que era el machito rosillo
de los Espinosa no trotaba fuerte y a cada instante desaparecían de mi vista el
General y su ayudante. Debo agregar que
no llevaba ninguna arma y que en esas montañas las fieras vagan hambrientas por
los senderos.
En una ocasión en que me reuní con los dos
compañeros vi de pronto unas matas de chagüite y entre ellas un hermoso racimo
de bananos, bien dorados. Les grité para
cortar los bananos y el General respondió: “ Que se quede comiendo porque
nosotros no podemos perder tiempo”. Aunque eran las 4 de la tarde y no habíamos almorzado, fue preciso
continuar en ayunas. El suampo estaba
intransitable, el camino era estrecho y a los lados los palos de espino y las
matas de güiscoyol erizadas de púas. En
un atascadero mi cabalgadura se hundió y le era imposible resurgir, entonces
les grité a los compañeros y el General irónico, aludiendo a una carta de Arturo Ortega, me replicó: “ Salí de
Capua”. Rápidamente me subí sobre la
montura y salté hacia delante
facilitando al mulo sus esfuerzos, marché algunos metros dentro del lodo que me
llegaba arriba de la rodilla y apremiado por la necesidad monté al rosillo que me condujo con toda felicidad hasta el
próximo río, el Verde, donde me pude lavar durante algunos minutos.
Al atravesar el río llegábamos al campamento
de Carlos Pasos, llamado Salto Verde, donde encontramos una escolta en
comisión. Era aquel un campamento
maderero con dos casas pajizas, en una de las cuales fuimos alojados. A pesar de los capotes, llegábamos
completamente remojados y por falta de pericia habíamos confiado el maletín de
la hamaca y la colcha al asistente rezagado en Makantaka. Eran las 8 de la noche, aún sin almorzar,
maltratados de todo un día de cabalgata, mortificado por las espinadas,
empapada la ropa y el calzado y sin un trapo seco para abrigarnos. Alguien nos dio una taza de café negro
caliente con un pedazo de carne asada y después de lavadas las ropas y en el
traje de Adán había que buscar cama y cobija.
Una tabla ancha sobre dos burros de madera y unos rollos de periódicos
ingleses que encontramos sobre un estante me dio la idea de cubrirme con
papeles y tenderme sobre aquel blando lecho. El General Moncada había
encontrado una hamaca seca y una frazada y después del café caliente tomó una
copa de crema fenicada.
[1] Espíritus maleantes y adversos hicieron creer al Dr. Sacasa que
era mi propósito, al juntarme con Moncada, invitarlo para pronunciarse contra
el Gobierno de Puerto Cabezas y que yo era peligroso- En realidad, yo era un liberal que buscaba el
triunfo del partido por los medios más rápidos y eficientes.-
[2] Los rifles y pertrechos de guerra fueron desembarcados y bajo la
conducta del General Eliseo Duarte, que comandaba las fuerzas de guarnición en
Puerto Cabezas (100 hombres) fueron reexpedidos con dirección a Río Grande y La
Cruz.
[3] Es bien sabido que el gobierno del Presidente Coolidge había
reconocido como Presidente legal de Nicaragua a don Adolfo Díaz, el cual fue
nominado por un Congreso ad-hoc en el que figuraron dos o tres liberales. Este Congreso de Conservadores advenedizos es
el mismo que había apoyado a Chamorro en su golpe de estado y el que había
declarado al Vicepresidente Constitucional Sacasa, con lugar a formación de
causa.
El auxilio pedido por Díaz para
mantenerse en el gobierno determinó a las autoridades americanas a prestarle
colaboración por medio del bloqueo de las costas y la imposición de zonas
neutrales. Eso pensaba el Presidente
conservador que la bastaría para vencer y se equivocó.
[4] Los zumos que se encuentran habitando las márgenes del
Prinzapolka, Bambana y tributarios del Río Grande no son de la misma raza de
los indios mosquitos que tienen sus palenques en las riberas del Río Coco y de
los Ríos Wawa y......Difieren en la lengua mosquita, en los caracteres físicos
y en algunas otras peculiaridades, pero se comprenden fácilmente.
[5] Para librarnos un poco de la lluvia y para que las bestias
pudieran pastar por la tarde y la noche, dormimos en Bis-Bila bajo un rancho
donde el agua es filtrado y en la mañana del 9 como a las 6:00 a.m. después de
inyectar al General Moncada y de desayunarnos con una taza de café negro y
algunas galletas salimos en la dirección deseada.
Las inyecciones de gayarsmin
(?) y de serafón le fueron propinadas al Delegado a dosis masivas, así como unas
botellas de crema de menta y de cacao fueron arregladas con ácido fénico puro
imitando un jarabe de Vial con lo cual puse coto a las miradas codiciosas de
los ayudantes.
[6] Los habitantes de la Cruz y algunos compañeros del General Sandoval nos referían a menudo episodios de
la guerra y particularmente la captura tragi-cómica de un Señor Leal que muy
humilde y contrito se arrodillaba cuando
creyó que le podían fusilar así como muy arrogante y cruel se mostró cuando más
tarde atrapaba a los revolucionarios o desertores del Ejército de Díaz a
quienes fusiló sin piedad, inmortalizando su nombre con el de “Cementerio
(Julio) Leal” que dejó en Tipitapa.
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