Hacienda Saratoga, Catarina, a la
orilla de la laguna de Apoyo,
Diciembre 7, de 1907,
De izquierda a derecha: Dr. Hildebrando A.
Castellón, Rubén Darío y Alejandro Bermúdez
DARÍO VISTO POR UN AMIGO1
PERTENECE
a la clase de desequilibrados superiores estudiados por Toulouse. Su obra
literaria es una gigantesca FANFARE en que las voces graves rudas del helicón,
se aparean a las melodiosas armonías de la flauta y las sibilantes entonaciones
del oboe.
Darío
es un aclimatado de la tierra de Hugo y Daudet, de Peladam y Verlaine.
Cazador
infatigable de lo bello en lo ideal, nuestro poeta revela culminantes rasgos de
un pueblo, de una raza, de una latitud.
Organismo
superior, temperamento especial, es más un creador que un transformador de ese
ideal de belleza que hoy se muestra al
mundo intelectual para ser admirado y mal imitado.
La obra de Darío no está destinada a crear
prosélitos o admiradores en las clases populares, porque él es el hombre de los
cenáculos y sus jueces deben ser iniciados en el arte y rubricados en la
aristocracia de las letras.
Representante
genuino del dandismo literario, es el artista de las finas pinceladas, de los
ricos y delicados coloridos y de las variantes más caprichosas. La música de un Gounod o de un Cimarosa, como
los cuadros del Correggio
o las acuarelas de un Watteau, deben sumergirle en exquisita réverie.
Su
producción literaria ha pasado en revista el vasto escalafón de la poesía
castellana. Todos los métodos y todas
las escuelas modernas y aun antiguas denuncian su filiación en el maremágnum de
esa erupción continua que forma su bagaje intelectual.
Su
vida es una agitación perpetua con oscilaciones impulsivas que denuncian la
perseverancia, y medrosos desfallecimientos que exhiben su timidez. Es una novela de interesante drama.
Su
naturaleza pasional, su carácter de indecisión y apocamiento moral, han creado
alrededor de su vida una como atmósfera donde la tristeza, el dolor, las decepciones,
las esperanzas desvanecidas, las emboscadas de la traición, la intranquilidad,
la incertidumbre, formen el casco de ese globo dirigible que lleva por timonel
la ilusión que es la rosada esperanza de algo mejor.
El
secreto de sus triunfos literarios está más en la exageración de sus
concepciones y en la música sui géneris de sus palabras, que en la
trascendencia de sus ideas o la tenacidad de una lucha intensa por un ideal de
belleza. La biografía analítica de Rubén
Darío sería su muerte, su condenación. Su obra hay que contemplarla de lejos
como las Madonas de Rafael o la Gioconda de Vinci: su proximidad las desfigura.
Hay
gentes que prefieren la literatura de las ideas a la literatura de las imágenes
o de las palabras floridas; para esas no hará historia Rubén Darío; pero todos
encontrarán en sus escritos, sensaciones vivas, observaciones picantes,
emociones sinceras, que estoy seguro aceptarán con beneplácito para figurar en
el interesante capítulo destinado al estudio intimo del espíritu y corazón
humanos.
La
filosofía del laureado bardo, es como su literatura: ningún sistema, ni escuela
le monopoliza. A veces se le observa
lleno del más acabado misticismo cristiano, salmodiando con piadosa devoción la
enseñanza bíblica, ora entona cantos panteísta ora aparece como escéptico o
incrédulo.
Darío,
cuando habla nos hace a veces el efecto de un viejo sibarita o mejor, de un
venerable cura de aldea, apegado a las costumbres clásicas, con la untuosidad y
BONHOMIE de la tradición, que exige se hable con voz baja, pausada, a veces
entrecortada, sembrando de adjetivos y cuentos la conversación, y recordando
así aquellas figuras de Balzac. A veces
parece distraído, y sucede con frecuencia, con gran sorpresa de sus íntimos,
que pierde la memoria de los hechos que no han herido su cerebro o sacudido
violentamente sus nervios.
Socialmente
es un tímido. No pertenece a esos hombres de relumbrón de espíritu atrevido que
hacen su fuerte de lo imprevisto, dilettantes de salón, caballeros de la pulcra
forma, que exhibe en sociedad su desembarazo y habilidades como saltimbanquis
en un circo. Modesto, pero amanerado,
revela sobre su semblante los reflejos de una nostalgia indecible.
Como
ciertos espíritus cultivados y nacidos en el vaivén de la vida mundana; Darío
es un “gourmet”. Su paladar amaestrado
distingue con singularidad los refinamientos del arte culinario y sus
capacidades técnicas para el arreglo de un menú son proverbiales entre sus
amistades.
Posee
Darío, no solamente hábitos de refinamientos que se reclaman del Occidente y
del Oriente, sino que como Bolívar, que vaciaba en pocas semanas más de treinta
mil duros en las capitales de Europa, nuestro poeta suele a veces ser más que
un generoso, un pródigo y la leyenda cuenta que una DEMI MONDAINE, cuyo nombre
de guerra fue cantado por Víctor Hugo, Marion Delorme, le hizo disipar en ocho
días, muchos millares de francos.
Rubén
es el incomparable rizador de pensamientos, que ha sido aclamado por las
huestes intelectuales de América, príncipe de la poesía castellana; la crítica,
con escalpelo erizado y el tiempo con su noche de olvido, dirán mañana si esta
exaltación fue usurpada, o si merece consagrarla, reservándole un palco de
honor en la historia literaria de los siglos XIX y XX
Fígaro
DR.
HILDEBRANDO A. CASTELLÓN
Guatemala
1915
(Graduado
en París- La Sorbona- 1900)
_____
. [1] El Dr. Hildebrando A. Castellón era el Vicepresidente del Comité de
Recepción a Rubén Darío, de la Capital, Managua. Y en ese carácter le tocó subir al vapor San
José, en el puerto de Corinto, por la mañana del 24 de noviembre de 1907 para darle la bienvenida a
Nicaragua al gran Vate. La anécdota es
contada por el profesor Edelberto Torres, en su libro: La dramática vida de
Rubén Darío, editorial Nueva Nicaragua, 1972, página 286, que a la letra dice:
y cito: «Como encargado de la bienvenida, el Dr. Castellón se adelanta, abraza a
Darío y le dice: «Querido poeta venimos en representación de la intelectualidad
nicaragüense, a daros la bienvenida en el momento dichoso para vuestra patria
en que volvéis a ella coronado de laureles.
Nicaragua se ha puesto de plácemes desde que se anunció vuestra llegada,
porque sabe lo que sois para ella: Su hijo más ilustre, y que si le debéis la
existencia, os debe vuestra gloria que es su blasón más preclaro». Fin de cita.
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